Carolina González Arias

lunes, 23 de enero de 2017

La única opción: resurgir de las cenizas

En el momento en el que escribo esto, hay más de 120 mil hectáreas afectadas por más de cien incendios forestales en varias regiones de Chile. Las imágenes en la televisión son desoladoras. Personas que subsisten de las labores en sus pequeños sembradíos y la crianza de animales han visto cómo las llamas han arrasado con todo.

Estoy sentada frente al televisor viendo la situación. Tengo trabajo pendiente en la pantalla de mi computador. Sé que debo concentrarme en terminar el trabajo, pero no puedo. Mientras observo las imágenes de cientos de bomberos que tratan sin descanso de atacar las llamas, y las de las personas afectadas con la tristeza en sus rostros por esa parte de sus vidas que está en el suelo convertida en cenizas, me lleno de una gran angustia a pesar de los miles de kilómetros que me separan de aquellas tierras.

Entiendo en este momento en el que me decido a escribir que mis sentimientos por lo que veo no son solo porque mi esposo sea chileno o porque mi hijo haya decidido hacer su vida en esa, su otra patria. Va más allá de eso. Es que todo puede pasar en cualquier vida. La vida de esas personas es también la mía. Es de amaneceres y atardeceres. Es vivir cada día con lo que trae. 

Mientras escuchaba la experiencia de esa gente, el relato de lo que han sido estos días de no saber cuándo se apagará ese infierno, no podía evitar ponerme en su lugar. Imaginaba el dolor en su corazón al ver cómo se volvía cenizas la historia que habían escrito en esas tierras, el amor que estaba impregnado en cada pared de sus casas, la cocina que calentaba el agua para el tecito de la mañana, la mesa que reunía los cuentos del día, el crecimiento de los hijos que allí nacieron.


Foto: TVN 
Sigo observando la cobertura periodística y de repente siento un remezón, como dos brazos agarrándome por los hombros sacudiéndome para que reaccione. La periodista entrevistaba a un señor con su cuerpo manchado de tizne, con una pala removiendo la tierra al frente de un terreno vacío, arrasado y negro en el que hasta ayer había estado su casa. Más allá del relato de la pérdida, las manos que movieron mis hombros fueron las palabras que salieron de su boca para terminar su cuento, mientras seguía removiendo tierra y escombros: "sí, pues, me quedé sin nada, perdimos la casita y nuestros animalitos, pero hay que seguir trabajando para empezar a levantarlo todo de nuevo". Si con eso reaccioné, con las palabras de un joven que hacía trabajo voluntario cambié mi visión de las cosas. El joven, que no pasaba de los veinte años, decía: "Ya se quemó, ya está, hay que seguir, hay que comenzar a reconstruir y seguir viviendo".

Cada día que pasamos en esta existencia está llena de experiencias, buenas y malas. Las primeras pasan a veces de largo y a muchas ni siquiera les prestamos atención; las segundas nos mueven los cimientos, nos parten el corazón y por momentos nos dejan desorientados sin saber qué hacer, pero al final nos hacen crecer, nos hacen darnos cuenta de que somos más fuertes de lo que creemos, nos llenan de nuevos bríos y salimos de ellas renovados y con aprendizajes que nunca hubiéramos imaginado.


Como me recuerda siempre mi hijo cuando me siento como en la esquina de un ring de boxeo a punto de tirar la toalla: "todo pasa, mamá, esto también pasará". Sé que la emergencia en Chile llegará a su fin. Con el tiempo las heridas de la tierra y de los corazones irán sanando. Nos quedará el aprendizaje y la fortaleza que decidamos recuperar de los escombros, porque con eso será que podremos seguir poniendo ladrillos en nuestra vida en construcción.


Foto: TVN

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