Yo no conozco a Iván Simonovis. Tampoco a su esposa Bony, ni a sus hijos. No he tenido
ese placer, pero no hace falta. Vivo en el mismo suelo que ellos y amo a la
misma patria que ellos, a pesar de todo, aman. Vivo y supero cada día, como
ellos, la inmensa tristeza de ver a mi país, bendecido por Dios con riquezas
incalculables y bellezas indescriptibles, saqueado desde sus entrañas por
quienes, traicionándola y ejerciendo un poder que no les corresponde, se
empeñan en destruirla sin descanso día a día, sin otra ¿razón? que
resentimientos absurdos y apetencias personales insaciables.
Igual que Bony hago
malabares para conseguir los alimentos, las medicinas y los artículos que
cualquier persona necesita para vivir dignamente. Igual que ella, me preocupo
por la seguridad de mis muchachos, quienes ven limitado su derecho a ser jóvenes
a plenitud por temor a ser asaltados o secuestrados mientras salen de ver una
película en el cine. Como ella, insisto día a día en explicarle a mis hijos que
esto que vivimos no es lo normal. Que en un país gobernado por gente decente y
capacitada no habría necesidad de lavar el cerebro de los niños tergiversando
la historia ni adorando a lo que no se debe adorar; ni hacer de la mentira la
política oficial; ni de desangrar a la patria regalando sus recursos para
comprar apoyos ajenos; ni de matar a la gente de hambre porque desmantelaron el
sistema productivo y son incapaces de producir nada útil; ni de robarle la
dignidad a las personas obligándolas a mendigar en colas bajo el sol por el
derecho a comprar comida, entre otras cosas.
Sí, como los Simonovis
padezco todas las dificultades diarias que enfrentamos todos los venezolanos.
Lo que nos diferencia es un detalle del tamaño del pico Bolívar. El cabeza de
familia, Iván, lleva diez años injustamente preso, en condiciones indignantes
que cada día hacen mella en su salud y que han convertido su tiempo en prisión
en una sentencia de muerte en un país en el que esta figura es ilegal.
No suelo escribir sobre
estos temas en mi blog, ustedes lo saben. La idea de este espacio siempre ha
sido buscarle la vuelta a la vida y ver oportunidades en las dificultades, pero
igual que cuando escribí Solange
somos todos, hay una necesidad en cada uno de nosotros de ser empáticos y
compasivos que no podemos soslayar, y que en mi caso, me pone a escribir.
Simonovis, insisto,
preso gracias a una "justicia" corrupta, ha sido privado del derecho
a recibir la luz del sol vital para el ser humano y de ejercitarse para
mantenerse mínimamente saludable. La crueldad y ensañamiento de quienes tienen
secuestrado el poder en nuestro país han logrado que Iván a estas alturas
padezca de diecinueve enfermedades, entre ellas cardiopatías, osteoporosis,
esofagitis, etc., que lo están matando lentamente ante la mirada indolente de
las autoridades. Si cuando tenemos UN problema de salud la vida se nos pone de
cuadritos, ¿se imaginan padecer de DIECINUEVE y sin recibir tratamiento?
Ni un atisbo de
humanidad han demostrado los responsables de esta atrocidad. Cómo esperar
humanidad de quienes han hecho del irrespeto a las leyes básicas sobre derechos
humanos su bandera. Pareciera que "jueces", "defensores del
pueblo", "diputados", "ministros" (me disculpan que
los entrecomille, pero es que son un decir porque esos cargos les quedan muy
grandes), se alimentaran de la maldad y del daño que sus acciones provocan. Por
ellos también siento compasión, qué les puedo decir, nadie les enseñó a ser y
comportarse como seres humanos.
La gente consciente de
mi país está pidiendo a gritos por cuarta vez una medida humanitaria en el caso
de Simonovis. Medida que no hiciera falta si en mi país se respetara la Constitución,
las leyes y el estado de derecho, pues si esto fuera así, Iván Simonovis no
hubiera pasado ni un día preso. El pueblo venezolano, y en él incluyo a aquellos
simpatizantes de este gobierno que no han perdido su alma todavía, clama por la
medida que le otorgue la libertad condicional a Simonovis en vista de su grave
estado de salud.
Escribo esto con la
esperanza de que más temprano que tarde pueda sentarme a redactar otro artículo
en el que manifieste mi alegría porque Iván Simonovis recibe el tratamiento
adecuado a sus enfermedades y recupera de a poco la vida que le fue robada.
Recuerdo la alegría que sentí al escribir Brindemos
por Sol, sé que no es imposible repetirla.
Ustedes, quienes me leen,
me conocen. Saben que creo en que los milagros existen y que la vida a cada
minuto nos muestra uno, pero que a veces somos ciegos ante ellos. No conozco a
Iván Simonovis, tampoco a su esposa Bony, ni a sus hijos, solo sé que como
ellos no dejaré nunca de buscar cada día un nuevo ladrillo que colocar en mi
vida en construcción.
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