Carolina González Arias

jueves, 2 de diciembre de 2021

Maestros y mentores que nos enseñan la vida


Buscar la sombra moviendo mi silla ante el avance del inclemente sol de mi Maiquetía natal fue parte importante en mi proceso de aprender a leer y escribir. Esa imagen de mi infancia que viene a mi mente hoy es un recordatorio de que en nuestro paso por este planeta hay maestros que nos enseñan las letras, y maestros que nos enseñan la vida.

Los niños de mi barrio, desde antes de tener edad para ir a la escuela oficial,  teníamos nuestra propia fuente de enseñanza: la maestra Flor, una vecina que sin tener formación académica enseñaba las primeras letras y números a los niños del callejón La estrella.

Vivíamos en una calle ciega, así que ese espacio era tomado por la educación. Cada uno llevaba su sillita o banquito, y nos íbamos mudando de sitio cuando el sol se empeñaba en calentar la página del cuaderno en el que escribíamos… y nuestras molleras.

Callejón La estrella. Maiquetía. Venezuela. Circa 1968. Foto:archivo familia González Arias

Los que recibimos de la maestra Flor las primeras nociones de lectura, escritura y aritmética hicimos nuestras vidas como doctores, amas de casa, comerciantes, profesores, ingenieros, arquitectos, maestros… hasta periodistas, como la que esto escribe... y estoy segura de que todos recordamos con cariño esas jornadas.

A, e, i, o, u, be, ce, che, de… sí, con la ch, esa que ya no está en el abecedario. Así aprendí las letras, repitiendo la letanía que no comenzaba a, be, ce, sino a, e, i… En una cartilla que era mi mayor tesoro, y que de tanto manosearla tuvo que pasar por las manos de arreglalotodo de mi padre, quien con cartón, goma blanca y un trozo de estambre le hizo nuevas tapas decoradas con arabescos a creyón, y con mi nombre escrito con su elegante letra en la portada.

No se guiaba la maestra Flor por teorías modernas de enseñanza ni nada por el estilo. Desde mi sillita la observaba siempre agobiada por el calor. A veces alguna gota rodaba por su cara, pero eso no la detenía en su empeño de que cuando nos inscribieran en la escuela llegáramos sabiendo leer, escribir, sumar y restar.

Los dictados se escuchaban en todas las casas cercanas. “Pablito ama a su mamá… el cachorro corre…  el cazador salvó a caperucita roja”. Repetía cada frase para que nadie se quedara atrás. Las zetas eran bien diferenciadas, porque para evitar que confundiéramos casa con caza, las pronunciaba con el mejor dejo la madre patria, aunque nunca hubiera visitado aquellas tierras.

De la maestra Flor aprendí algo más que a leer, escribir y sacar cuentas. Aprendí que el que quiere aprender aprende aunque las circunstancias no sean las mejores, y  que el mejor maestro y mentor no es el que tiene más títulos rimbombantes, sino el que sabe algo y lo quiere enseñar con amor y paciencia.

Por eso el título de este post. En la vida encontramos un maestro a cada paso, un mentor en cada esquina, aunque a veces ni nos demos cuenta. Si miramos hacia atrás podemos hacer un mapa con el origen de todo lo que hemos aprendido en esta vida, y del maestro/a detrás de cada uno de esos aprendizajes.

La maestra Flor fue algo más que una maestra para mí, fue una mentora, porque más que hacerme repetir el a, e, i, o, u… me enseñó cosas que fueron más allá de lo básico, que me inspiraron y se convirtieron en parte de mi forma de ver y hacer la vida.

Tengo una amiga muy querida que siempre le pregunta a sus entrevistados quiénes han sido sus maestros en la vida. Es un ejercicio muy revelador y necesario para comprender que de cada persona con la que nos tropezamos en esta existencia nos queda un aprendizaje. Esas mañanas y tardes en las que burlaba al sol persiguiendo la sombra con mi cuaderno y mi lápiz son ladrillos muy queridos que están en las bases de mi vida en construcción.    

  

  

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Cómo ser inmigrante sin llorar por lo que dejaste

 Sé que hace siglos que no paso por aquí. Mi vida en construcción la de carne y hueso me tuvo un poco ocupada: con el cuidado de mis padres hasta que partieron (que me llevó a escribir un libro sobre esa experiencia); tener a mis hijos lejos cuando decidieron emigrar; un episodio de salud muy fuerte del cual llevo las consecuencias per secula seculorum, y finalmente mi decisión de abandonar todo lo que era mi vida, que aunque imperfecta la amaba, y migrar como lo han hecho miles de mis compatriotas, entre otras cosas.🙄

De migrar, precisamente, es de lo que quiero escribir hoy. Leo a muchos de mis amigos —a quienes también les ha tocado dejar todo y buscar nuevos caminos—, y me preocupa que sientan tanto dolor y nostalgia por lo que dejaron. Es normal, lo sé, pero también sé que el dolor y la nostalgia, si no se manejan apropiadamente, pueden causarte daños físicos y emocionales muy difíciles de superar.

Creo que nunca he expresado mucha tristeza, arrepentimiento o una nostalgia dolorosa por lo que dejé. Amo mi país, amo la vida que viví allá, lo que alcancé tanto lo material como lo intangible, pero desde que decidí emigrar lo hice con la convicción de que cada día lo dedicaría a ver lo que tenía frente a mí, agradecerlo y quererlo, porque considero que es la mejor manera de hacerlo.

Cuando me preguntan: ¿es que no quieres a tu país? ¿Por qué dices que no extrañas tu país? ¿No tienes corazón? Nada de eso. Te voy a contar con una analogía cómo puedo vivir sin llorar constantemente por lo que dejé, sin que eso signifique que no ame lo que quedó atrás.

Imagina algo que te guste mucho. 😍

En mi caso voy a elegir el chocolate. 😉 Para mí el chocolate no puede tener otra descripción sino la de «regalo de los dioses». Lo amo. Puedo comerme una barra entera si me la dejan enfrente. A partir de ahora me voy a referir a esa barra de chocolate favorita. Tú imagina lo que más te guste.

Un día empiezo a observar que cada vez que como el chocolate que me encanta me siento algo extraña. Un día me da un pequeño dolor de cabeza; otro, me produce un ligero mareo, y así sigo mis días comiendo ese chocolate, y aunque ya he podido establecer que mis malestares se empeoran cada vez que lo como, sigo tratando de disfrutar de las oportunidades de comerlo.

Voy empeorando, y un día al comerme una de mis adoradas barras, me da un dolor de estómago terrible. Tengo que ir a urgencias, me hacen una cantidad de exámenes, y el doctor me dice que he desarrollado una intolerancia a cierto componente de mi barra de chocolate favorita.

¿Pero cómo? ¡Yo he comido esa barra de chocolate toda mi vida y nunca me ha hecho daño! 🤔El médico me explica que desde hace algún tiempo la empresa que fabrica esa barra de chocolate ha comenzado a utilizar un ingrediente nuevo en su composición, y es ese componente el que poco a poco me ha hecho daño, hasta el punto en que mi cuerpo ya no pudo procesarlo más.

Para evitar males mayores a mi salud, el doctor me indica que debo dejar de comer mi barra de chocolate favorita. 

«Es tu decisión me dijo. Puedes seguir comiéndolo, pero debes estar consciente de que cada vez que lo hagas no solo te vas a sentir muy mal, cada día con un dolor nuevo, sino que con el paso del tiempo tus órganos no aguantarán, y el daño será permanente en tu cuerpo. Tú decides si sigues comiéndolo, o si desde este momento dejas de hacerlo, de manera que tu cuerpo se recupere del daño que ha sufrido hasta ahora, y puedas vivir una vida saludable. Hay muchas opciones de chocolate. Escoge una que no tenga ese componente que te hace daño». 😯

Así lo hago. Escojo un chocolate que no me hace daño como ese que amo con locura. No es igual, pero es chocolate. Me acostumbro a su sabor, a su textura. Descubro que es muy sabroso. Cada día le agarro más cariño a este nuevo chocolate, y lo hago parte de mi vida diaria. No me hace daño, y me permito disfrutar de él.

Sigo pensando en mi barra de chocolate favorita, por qué negarlo. Pero no dejo que me impida disfrutar de este nuevo chocolate que puedo gozar sin producirme daños.

Quizá algún día, la fábrica de mi chocolate favorito decida quitarle ese ingrediente que me hizo tanto daño, y que dejó algunas secuelas en mi cuerpo. Tal vez, en ese momento, vuelva a comerlo… o quizá no, porque el nuevo se ha convertido en parte importante de mi vida. 

No me preocupo ahorita en pensar qué haré en ese momento, si es que ese momento llega. Solo me encargo de disfrutar cada segundo que saboreo mi nuevo chocolate.

Migrar no es fácil, lo sé, pero puede vivirse honrando cada instante con lo que trae. Cada uno de esos instantes es un ladrillo más en tu vida en construcción.🧡

lunes, 23 de enero de 2017

La única opción: resurgir de las cenizas

En el momento en el que escribo esto, hay más de 120 mil hectáreas afectadas por más de cien incendios forestales en varias regiones de Chile. Las imágenes en la televisión son desoladoras. Personas que subsisten de las labores en sus pequeños sembradíos y la crianza de animales han visto cómo las llamas han arrasado con todo.

Estoy sentada frente al televisor viendo la situación. Tengo trabajo pendiente en la pantalla de mi computador. Sé que debo concentrarme en terminar el trabajo, pero no puedo. Mientras observo las imágenes de cientos de bomberos que tratan sin descanso de atacar las llamas, y las de las personas afectadas con la tristeza en sus rostros por esa parte de sus vidas que está en el suelo convertida en cenizas, me lleno de una gran angustia a pesar de los miles de kilómetros que me separan de aquellas tierras.

Entiendo en este momento en el que me decido a escribir que mis sentimientos por lo que veo no son solo porque mi esposo sea chileno o porque mi hijo haya decidido hacer su vida en esa, su otra patria. Va más allá de eso. Es que todo puede pasar en cualquier vida. La vida de esas personas es también la mía. Es de amaneceres y atardeceres. Es vivir cada día con lo que trae. 

Mientras escuchaba la experiencia de esa gente, el relato de lo que han sido estos días de no saber cuándo se apagará ese infierno, no podía evitar ponerme en su lugar. Imaginaba el dolor en su corazón al ver cómo se volvía cenizas la historia que habían escrito en esas tierras, el amor que estaba impregnado en cada pared de sus casas, la cocina que calentaba el agua para el tecito de la mañana, la mesa que reunía los cuentos del día, el crecimiento de los hijos que allí nacieron.


Foto: TVN 
Sigo observando la cobertura periodística y de repente siento un remezón, como dos brazos agarrándome por los hombros sacudiéndome para que reaccione. La periodista entrevistaba a un señor con su cuerpo manchado de tizne, con una pala removiendo la tierra al frente de un terreno vacío, arrasado y negro en el que hasta ayer había estado su casa. Más allá del relato de la pérdida, las manos que movieron mis hombros fueron las palabras que salieron de su boca para terminar su cuento, mientras seguía removiendo tierra y escombros: "sí, pues, me quedé sin nada, perdimos la casita y nuestros animalitos, pero hay que seguir trabajando para empezar a levantarlo todo de nuevo". Si con eso reaccioné, con las palabras de un joven que hacía trabajo voluntario cambié mi visión de las cosas. El joven, que no pasaba de los veinte años, decía: "Ya se quemó, ya está, hay que seguir, hay que comenzar a reconstruir y seguir viviendo".

Cada día que pasamos en esta existencia está llena de experiencias, buenas y malas. Las primeras pasan a veces de largo y a muchas ni siquiera les prestamos atención; las segundas nos mueven los cimientos, nos parten el corazón y por momentos nos dejan desorientados sin saber qué hacer, pero al final nos hacen crecer, nos hacen darnos cuenta de que somos más fuertes de lo que creemos, nos llenan de nuevos bríos y salimos de ellas renovados y con aprendizajes que nunca hubiéramos imaginado.


Como me recuerda siempre mi hijo cuando me siento como en la esquina de un ring de boxeo a punto de tirar la toalla: "todo pasa, mamá, esto también pasará". Sé que la emergencia en Chile llegará a su fin. Con el tiempo las heridas de la tierra y de los corazones irán sanando. Nos quedará el aprendizaje y la fortaleza que decidamos recuperar de los escombros, porque con eso será que podremos seguir poniendo ladrillos en nuestra vida en construcción.


Foto: TVN

martes, 20 de diciembre de 2016

Una mañana de cabellos plateados

Hace unos días tuvimos una mañana de cabellos de plata junto a mi amiga Emi. En varias ocasiones les he hablado de esta maravillosa mujer que desde hace 17 años me corta el cabello. No voy a repetir aquí esas características de ella que la hacen tan especial. No voy a hablar de su sonrisa permanente, de su capacidad para borrarte el estrés del alma cuando te sientas en su silla y pone las tijeras a funcionar, de su conversación imparable y sabrosa, de la energía positiva que siempre te entrega y te recarga las baterías. De esas cosas ya les he hablado aquí y aquí.
Hace unas semanas fui a cortarme el cabello y como siempre Emi me preguntó por mi familia y particularmente por mis padres, quienes debido a su avanzada edad y problemas de salud (de ellos y míos) viven en un lugar donde los cuidan maravillosamente. Mi madre, quien siempre ha sido coqueta, también siempre ha puesto su cabello en manos de Emi. Al preguntarme por ella le comenté que tenía que organizarme para poder ir a buscar a mi mamá y llevarla para que le cortara el cabello, pues si hay algo que no se borra de su memoria es su coquetería y el gusto por tener su cabello corto.
Emi me sorprendió diciéndome que si yo quería ella iba a cortarle el cabello a mi madre (que no está muy cerca que se diga) y de paso le cortaba el cabello a las otras abuelitas que conviven con ella como un regalo de Navidad. Así lo hicimos. No hay palabras para explicar el cariño que Emi puso en el cabello de cada abuelita. Las hizo sentir hermosas (aunque todas lo son) regalándole un cariño a sus cabellos plateados.
Fue una mañana llena de energía bonita. Emi, más allá de un corte de cabello le dejó a cada abuelita energía de la buena, cariño del corazón y una caricia en el alma de cada una de ellas. Aunque la mayoría de esas abuelitas viven en su propio mundo de recuerdos olvidados, estoy segura de que la visita de Emi y sus tijeras mágicas llegó a un lugar dentro de ellas que está más allá de lo que se recuerda con la razón.

Emi y Concha (mi mamá)
Hay gente que llega a tu vida y se instala. Yo tengo la suerte de tener a Emi en la mía. Por eso cada vez que me corto el cabello siento que pongo un  nuevo ladrillo en mi vida en construcción. 

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Vivir en directo

Cuando yo era niña recuerdo a mi padre en todos los paseos siempre con su cámara en la mano. Cuando cumplí siete años ya yo también tenía mi camarita, una Kodak Instamatic, que también llevaba siempre que había una salida importante.

No recuerdo que pasáramos todo el tiempo pegados a la cámara fotografiando todo lo que aconteciera. Solo dábamos clic a aquello que realmente llamara nuestra atención y la infaltable foto de la familia para que quedara como recuerdo de la ocasión. Hasta allí. El resto del tiempo lo dedicábamos a lo que habíamos ido: a pasear, conocer lugares, visitar a la familia, en fin, disfrutar. Las fotos ya las veríamos tiempo después, pues primero debíamos utilizar todo el rollo de película (pues no lo usábamos todo en el mismo paseo), luego mandarlo a revelar y esperar a que nos llegaran las fotos.

Hace un tiempo escribí en Inspirulina un artículo sobre este mismo tema llamado Fabricando recuerdos. En aquella oportunidad lo hice por la experiencia que viví en un concierto de la academia de música a la que acudía mi hijo. Hoy la idea volvió a mi cabeza cuando vi una foto en un artículo de El País que si la hubiera visto en esa oportunidad hubiera ilustrado perfectamente lo que allí decía.

Mientras todos fotografían el momento, la señora disfruta lo que está viendo. Foto: John Blanding del Boston Globe


La tecnología pone a nuestra disposición la posibilidad de dar clic en cualquier instante, ilimitadamente (bueno, según la capacidad de almacenamiento del dispositivo) y ver el resultado inmediatamente. Esto ha desatado en nosotros una necesidad constante de plasmar todos los momentos, sean cuales sean, aunque solamente estemos lavándonos los dientes en la mañana, llevando a los niños al colegio o simplemente caminando al trabajo.

Vamos dándole clic a todo y en ese constante observar a través de la pantallita de nuestro teléfono móvil o nuestra cámara digital nos perdemos de lo más importante: estar presentes en cada minuto, ver la vida en directo, mientras sucede.

Nos estamos acostumbrando a vivir en diferido. En vez de experimentar cada minuto, lo almacenamos para retomarlo luego (si es que esto es posible) cuando veamos la imagen, pero por más que pensemos que tenemos ese instante guardado, nunca podremos recobrar lo que dejamos perder: las sensaciones, los olores, sabores y colores que percibimos y los pensamientos que tuvimos.

Todos esos detalles son los que hacen especial cada cosa que vivimos, no la imagen que guardamos de eso. La vida no tiene repetición instantánea por más que pretendamos preservarla en video. Cada minuto es único e irrepetible.

Como escribí en aquella oportunidad creo que estamos, por ejemplo, pasando más tiempo fotografiando atardeceres que disfrutándolos. Hay momentos que sin duda ameritan que los preservemos con una fotografía, pero no hay nada más reconfortante que llenar tus sentidos con lo que estás viviendo, plasmando en tu alma y tu mente lo que hace especial ese instante para tenerlo allí, en tu disco duro mental cada vez que quieras revivirlo. 
Creo que es hermoso tener una fotografía o un video de ese colibrí que llega a tu jardín a revolotear en las flores, pero más hermoso aún es quedarte quieto, respirar profundo y disfrutar con todos los sentidos de esa maravilla que nos brinda la naturaleza.

No te niego que seguiré tomando fotos de aquello que quiero conservar para verlo luego o enseñarlo a mis amigos y mi familia, pero trataré de pasar menos tiempo viendo la vida a través de la pantallita, y procuraré enfocarme más en plasmar en mi mente lo que cada momento me hace sentir y así seguir poniendo ladrillos en mi vida en construcción