Buscar la sombra moviendo mi silla ante el avance del
inclemente sol de mi Maiquetía natal fue parte importante en mi proceso de aprender
a leer y escribir. Esa imagen de mi infancia que viene a mi mente hoy es un recordatorio
de que en nuestro paso por este planeta hay maestros que nos enseñan las letras,
y maestros que nos enseñan la vida.
Los niños de mi barrio, desde antes de tener edad para ir a
la escuela oficial, teníamos nuestra propia fuente de enseñanza: la maestra
Flor, una vecina que sin tener formación académica enseñaba las primeras letras
y números a los niños del callejón La estrella.
Vivíamos en una calle ciega, así que ese espacio era tomado
por la educación. Cada uno llevaba su sillita o banquito, y nos íbamos mudando
de sitio cuando el sol se empeñaba en calentar la página del cuaderno en el que
escribíamos… y nuestras molleras.
Los que recibimos de la maestra Flor las primeras nociones de lectura, escritura y aritmética hicimos nuestras vidas como doctores, amas de casa, comerciantes, profesores, ingenieros, arquitectos, maestros… hasta periodistas, como la que esto escribe... y estoy segura de que todos recordamos con cariño esas jornadas.
A, e, i, o, u, be, ce, che, de… sí, con la ch, esa que ya no está
en el abecedario. Así aprendí las letras, repitiendo la letanía que no
comenzaba a, be, ce, sino a, e, i… En una cartilla que era mi mayor tesoro, y
que de tanto manosearla tuvo que pasar por las manos de arreglalotodo de mi padre, quien con cartón, goma
blanca y un trozo de estambre le hizo nuevas tapas decoradas con arabescos a creyón,
y con mi nombre escrito con su elegante letra en la portada.
No se guiaba la maestra Flor por teorías modernas de
enseñanza ni nada por el estilo. Desde mi sillita la observaba siempre agobiada
por el calor. A veces alguna gota rodaba por su cara, pero eso no la detenía en
su empeño de que cuando nos inscribieran en la escuela llegáramos sabiendo
leer, escribir, sumar y restar.
Los dictados se escuchaban en todas las casas cercanas.
“Pablito ama a su mamá… el cachorro corre… el cazador salvó a caperucita roja”. Repetía
cada frase para que nadie se quedara atrás. Las zetas eran bien diferenciadas,
porque para evitar que confundiéramos casa con caza, las pronunciaba con el
mejor dejo la madre patria, aunque nunca hubiera visitado aquellas tierras.
De la maestra Flor aprendí algo más que a leer, escribir y
sacar cuentas. Aprendí que el que quiere aprender aprende aunque las circunstancias
no sean las mejores, y que el mejor
maestro y mentor no es el que tiene más títulos rimbombantes, sino el que sabe
algo y lo quiere enseñar con amor y paciencia.
Por eso el título de este post. En la vida encontramos un
maestro a cada paso, un mentor en cada esquina, aunque a veces ni nos demos cuenta.
Si miramos hacia atrás podemos hacer un mapa con el origen de todo lo que hemos
aprendido en esta vida, y del maestro/a detrás de cada uno de esos aprendizajes.
La maestra Flor fue algo más que una maestra para mí, fue
una mentora, porque más que hacerme repetir el a, e, i, o, u… me enseñó cosas
que fueron más allá de lo básico, que me inspiraron
y se convirtieron en parte de mi forma de ver y hacer la vida.
Tengo una amiga muy querida
que siempre le pregunta a sus entrevistados quiénes han sido sus maestros en
la vida. Es un ejercicio muy revelador y necesario para comprender que de cada
persona con la que nos tropezamos en esta existencia nos queda un aprendizaje. Esas
mañanas y tardes en las que burlaba al sol persiguiendo la sombra con mi cuaderno
y mi lápiz son ladrillos muy queridos que están en las bases de mi vida
en construcción.